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May 30, 2015 fenomenosocial El humorónico 0
Vivimos en una sociedad que nos obliga a competir como única forma de relacionarnos entre nosotros. Ya desde pequeños, cuando nos plantean un juego nuevo, la idea que ronda por las cabezas de los niños es ¿y quién gana? Tenemos tan interiorizado el esquema dicotómico perdedores-ganadores, que somos incapaces de celebrar la victoria de los demás, porque su victoria, de algún modo, significa nuestra derrota.
Si ya es perverso que no seamos capaces de enseñar a nuestros niños a jugar por jugar, en los adultos la competición se ha vuelto más siniestra. Convertimos la búsqueda de la felicidad en una competición en la que no sólo nos regodeamos ante los demás de lo fácil que es ser feliz, culpabilizándolos de este modo por ni siquiera intentarlo, sino que les damos lecciones a través de frases vacías de contenido que compartimos como locos entre las redes virtuales pensando, quizás, que si llegamos a los 100 “me gusta” nos convalidaran alguna asignatura en la carrera de Psicología.
Es tremendamente egoísta pretender ser feliz las 24 horas del día, los 365 días del año. La mejor cualidad que tiene el ser humano es su capacidad de empatizar con sus semejantes, ponernos en el lugar de los demás, alegrarnos de sus victorias y acompañarlos en sus desgracias. Si anteponemos nuestra felicidad al sufrimiento de los demás, a ser capaces de abrir los ojos ante lo que está pasando en el mundo, en nuestro barrio, en nuestros hogares, puede que consigamos nuestro objetivo pero no tendremos a nadie con quien celebrarlo. Porque, o bien, estarán sufriendo en soledad los problemas que nadie quiere ayudarles a resolver, o estarán buscando su propia felicidad al margen de la tuya.
¿Ser felices? Sí, pero no a cualquier precio.
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