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Sep 13, 2015 fenomenosocial Conductas, Conferencias y ponencias, La mente es fenomenonal, Portada, PORTADA1, Psicología, Sociología 0
➡ Alejandro Caballero|Sociólogo|Marzo 2015
En este medio, en FS, ya publicamos en su día cómo un aficionado, Nick Brown, desmontaba la millonaria industria de la ‘ciencia de la felicidad’, propuesta y comanda por la estadounidense Barbara Fredrickson, la gurú de la psicología positiva, una nueva disciplina creada en 1998 que supuestamente estudia las bases del bienestar psicológico, como la felicidad y la inteligencia emocional, con el método científico. Y ha sido uno de los mayores movimientos en el campo de la psicología en el siglo XXI, la misma que hoy ya ha sido irradiada en cualquiera de los ámbitos sociales en los que nos movemos, especialmente en las sociedades occidentales globalizadas, consumistas y neoliberales en continuo conflicto.
Argumentaba en un reciente artículo Marino Pérez, catedrático de Psicología de la Universidad de Oviedo; “la psicología positiva deja mucho que desear, incluso, no deja de tener su lado negativo tras su aparente inocencia. Su pretendido carácter científico puede que sea más que nada un marchamo cientifista. Una manera de encubrir su carácter ideológico dentro del pensamiento positivo tradicional y del capitalismo consumista actual”.
Para este experto, hay una legión de psicólogos positivos, coaches, oradores motivacionales y emprendedores de la industria de la autoayuda y de la emprendeduría que “predican esta nueva psicología que tal parece que estuvieran promoviendo un tipo de religión”. Y se diría que es, justo esta religión, esta pseudociencia, la que les está aportando enormes beneficios económicos, ya sea vendiendo humo a sus clientes – con una exagerada necesidad de mantener la Fe en un sistema, cada vez más, extremadamente desigual, injusto y corrupto-, y asesorando, por otro lado, a las grandes corporaciones para diseñar la mejor publiemoción. En definitiva, están añadiendo causas para construir cualquier teoría del conflicto social estudiada por la Sociología, y como efecto colateral, conflictos en el desarrollo personal o psicológico de los individuos. Están sumando para la continuidad de ese infinito círculo vicioso, el del malestar social y/o psicológico de todo integrante de una sociedad dada.
Con respecto a la psicología positiva, también cabe hacernos algunas preguntas desde el punto de vista psicológico.
¿Acaso los estudios en psicología del estrés y del afrontamiento formaría parte de lo que se consideraría psicología negativa? Decía al respecto el aclamado psicólogo estadounidense Richard S. Lazarus, “el estrés y la adversidad a menudo juegan un papel importante en el desarrollo de las fortalezas personales necesarias para sobrevivir y crecer. Ser capaz de trascender la dureza de la realidad me parece una mejor aproximación a lo que significa ser positivo que lo que se sugiere en este pujante movimiento de la Psicología Positiva” (Lazarus, 2003).
La Psicología Positiva se ha apropiado, por ejemplo, del concepto de resiliencia o crecimiento postraumático como si no se hubiera dicho nada al respecto antes de ella, o como si lo dicho anteriormente no fuera valioso. El entrenamiento en resolución de problemas, en habilidades sociales, en asertividad, en inoculación de estrés, en autoinstrucciones, autocrítica, autogestión, en autocontrol, etc. ¿qué son sino la implementación y/o potenciación de recursos y fortalezas del sujeto? De hecho, ¿puede el psicólogo clínico trabajar centrándose en y potenciando otra cosa distinta que los recursos del propio sujeto?
El negocio de la psicología positiva parece ser ya algo más que una empresa rentable, a la vista está con la crisis de valores actuales que padecemos todos, ese mismo “sálvese quien pueda” que está siendo abanderada por dicha pseudociencia junto con su hermana gemela, la filosofía neoliberal. Un matrimonio de conveniencia que nos viene a recordar a otras de antaño, como la de la religión católica y la monarquía, un pacto para controlar la indignación de las masas mientras las mantenía pseudofelices con la promesa que les espera un cacho en el reino de los cielos sin son resilientes y pacientes.
Lo cierto es que el empoderamiento exclusivamente individual y siempre de manera positiva u optimista sin contacto con la realidad (y con todas las emociones humanas), está exaltando y legitimando el sedentarismo emocional, está apartando al sujeto de su propia naturaleza -ser un animal social que ha de convivir y empatizar necesariamente con otros, así como consigo mismo- para terminar aceptando sin resistencia (en los términos de la resiliencia de la psicología positiva), la pujante corriente individualista, egoísta y extremadamente competitiva de dicha filosofía neoliberal.
Los rituales casi sectarios de este tipo de psicología, se está arraigando tan fuertemente en nuestras sociedades, que no ha tardado mucho en explosionar con sus previsibles efectos. Hoy se habla de “comodidad o sedentarismo emocional de las masas”, de esa necesidad de huir de los problemas estructurales -psicológicos, sociales, económicos o de otra índole-, y su implicación en las resoluciones reales, evitando todo tipo de información y conocimientos relevantes, incluso, las que atañen directamente en sus propias vidas. Intentan evadirse de la realidad las 24 horas del día para encontrar la felicidad a toda costa en simples subterfugfios, para evadirse de esas percepciones emocionales que tienen tan poco marketing (La tristeza, la ira o el miedo), las mismas que han sido amputadas por dicha disciplina. Al final, sufren, paradójicamente, de un estrés y ansiedad constantes, con un estado de frustración continuado debido a la incapacidad de resolver los problemas y los conflictos más básicos de la propia vida cotidiana.
Según la Wikipedia, “se caracteriza por la inmadurez en ciertos aspectos psicológicos y sociales en personas adultas”. La personalidad en cuestión es inmadura y narcisista. Algunos especialistas ven este síndrome como un problema muy extenso en la sociedad moderna pos-industrial, muy relacionada con sociedades extremadamente consumistas, bombardeadas diariamente con mensajes publicitarios desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. La publicidad parece haberse convertido en nuestro terapeuta, siempre encargado de sugerirnos que si compramos ese tinte para el pelo, esa prenda de ropa o ese coche, nos permitirá ser alguien en la vida, nos hará felices para la eternidad y mantenernos estables y equilibrados emocionalmente, sin tener que depender de otra cosa ni de nadie.
Por otro lado de la ecuación se encuentra el “Síndrome del Pequeño emperador”. Se trata de esas personalidades eminentemente dependientes, con carencias de autogestión, con una necesidad sobredimensionada de ser el centro de atención entre aquellas personas que representan los roles de autoridad (padres, abuelos, parejas, hermanos mayores, jefes, amigos y otros actores sociales). Sin embargo, los que padecen este síndrome, terminan siendo los autoritarios y dictadores, llegando a utilizar la violencia y la agresividad ( incluso sobre sí mismos) para conseguir lo que se proponen o desean. Según el profesor de Criminología y Pedagogía de la Universidad de Valencia, Vicente Garrido, “la causa es tanto biológica –una mayor dificultad en desarrollar emociones morales y una conciencia- como sociológica: en la actualidad se desprestigia el sentimiento de culpa y se alienta la gratificación inmediata, el éxito por el camino corto y el hedonismo”, más allá del esfuerzo, el trabajo y el mérito a largo plazo.
Dicho síndrome parece estar muy relacionado, primero, con un crecimiento económico de las familias y, segundo, con un descenso drástico de dichas economías. El aumento de esas expectativas de conseguir la felicidad permanente a través de caprichos materiales como en los servicios ofertados por el mercado, parecen, no sólo mantenerse, sino incrementarse. Al final, compiten de manera desmesurada si no consiguen aliviar dichas expectativas, resolviéndose en conductas desviadas, agresivas o violentas (incluso sobre sí mismos). La permisividad, las atribuciones para construir dichas expectativas, no parece ser la única causa, sino que el problema radica en que no se ha desarrollado la conciencia madura, es decir, los principios morales que incluyen el sentimiento de culpa. Y, sin culpa, según Vicente Garrido, no hay crecimiento moral; sin dolor emocional por haber quebrado un código de conducta “no hay lugar para establecer unas relaciones personales mínimamente auténticas, ni un proyecto vital con sentido”.
En este sentido, tiene que ver mucho la precaria función y el papel socializador que está juegando la escuela, la familia, el grupo de coetáneos (se retroalimentan), los medios de comunicación e infinidad de estructuras sociales eminentemente rígidas.
Cuando se llega a la madurez, cuando la conciencia que tenemos sobre nosotros mismos y sobre nuestro entorno ha madurado, más allá de otras evidencias, entendemos que la vida es un equilibrio entre la tristeza y la felicidad y de las demás emociones, porque hemos vivido y sentido ambas, todas. Hemos aprendido de estas emociones básicas y naturales cuando se ha resuelto un conflicto o cuando se acepta que se ha cometido errores. Se ha madurado cuando se ha aprendido a gestionar las emociones más incómodas y cuando se es capaz de empatizar con otros, por mucho que nos duela su tristeza o, incluso, su razón. Evidentemente, también cuando se ha aprendido a vivir plenamente las experiencias más alegres sin tener que sentirnos mal por ello. Tanto una emoción como la otra, nos ayudan a sobrevivir y a crecer, percibiendo la realidad tal y como es, o por lo menos, tal como se percibe, pero sin invenciones y autoengaños.
Daniel Gilbert, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, argumenta lo siguiente; <<las emociones “negativas” son útiles porque nos permiten tener una brújula para apreciar las “positivas”>>. Es decir, para valorar las cosas necesitamos contrastes y estos no surgen si siempre estamos sin problemas los 365 días del año, como así lo viene proponiendo la psicología positiva. Y para qué engañarnos, también la «filosofía neoliberal”, las empresas farmacéuticas que no paran de despachar ansiolíticos, y toda secta de la “New Age”.
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