FECHA septiembre 16th, 2018 1:49 PM
Mar 03, 2018 fenomenosocial Conductas, Filosofía, Psicología, Sociología 0
Posiblemente, desde la mitad de esta última década, dos sean los conceptos más utilizados y/o analizados en los artículos de opinión, en la literatura científica y en las ciencias sociales y humanas. Estos son: “la posverdad”, para referirse a la mentira y al autoengaño de toda vida, ahora en la modernidad líquida; y “la toxicidad”, para referirse a “la toxicidad conductual o actitudinal” en determinadas personas.
No es casual que ambos conceptos que se tratarán aquí estén de moda, como tampoco es casual que los haya querido incluir aquí para analizar sólo el segundo concepto, la toxicidad conductual o actitudinal (último artículo), ya que es posible que ambos estén relacionados en causa y efecto. Es decir, que el término toxicidad para describir ciertas actitudes con los demás, sea producto mismo de esa posverdad en la modernidad líquida en la que ya estamos inmersos…
Sin duda inmersos, y algunos hundidos, y aunque ahogados, satisfechos con la mentira y el autoengaño. Especialmente por la difusión de infinidad de pseudociencias en el mercado global de la comunicación (internet), también en el mercado de las conferencias y las charlas, y en la “literatura” de la autoayuda, donde hay una amplísima oferta y demanda de “Creencias a la Carta” que nos ayudan a empoderarnos bajo justificaciones falaces. No justificaciones individuales –hasta en este sentido se ha perdido la creatividad-, sino colectivas. Siempre con la coletilla o palabra, aunque falsa, ciencia. Cuando no, con argumentos relativistas simples, petulantes y torpes.
Hoy en día se suma al “consumo” material o de servicios, el consumo de las “ideas” y conocimientos difundidos o divulgados sin hechos, o, como mucho, con hechos estrictamente individuales y subjetivos. A este sumado se le añade las corrientes de pensamiento o las creencias colectivas que han existido desde siempre, aunque dicha difusión navegue más “en el aire que respiramos” -en el sentido no literal del término- más que en “el boca a boca” y la interacción objetiva, consciente, práctica y directa de, por ejemplo, una charla o una conferencia TEDx, o en un artículo de una página web de pseudopsicología.
Con la “compra” de “ideas” y pseudoconocimiento se espera, al igual que con el consumo material y de servicios –más allá de la mera búsqueda de aplacar nuestros deseos o motivaciones más primarias-, encontrar esa identidad ya valorada socialmente (convertida en moda o en fenómeno social), cuya finalidad – consciente o inconscientemente – es lograr una rápida aceptación social. Dicha identidad construida a partir de la compra de pseudoconocimiento (por ejemplo, la “ciencia” de la felicidad), parecen estar estrechamente asociadas, en el “imaginario colectivo”, a un status elevado, al poder, al éxito o una determinada clase social alta o media-alta. La “compra”, la aceptación y la interiorización de dicho tipo de conocimiento sin hechos o simples creencias (más allá de aprender algo de contenido práctico), nos permitiría legitimar colectivamente cierto tipo de actitudes y conductas individuales, quizás, extremadamente egoístas, centradas en el ego, poco éticas o inmorales, incluso, extremadamente funcionales para hacer apología de cualesquiera de los errores éticos humanos individuales o colectivos, en un intento de salvaguardar o legitimar nuestras conductas, que a priori (antes de la “interiorización” de dicho pseudoconocimiento), no eran valoradas socialmente. Tampoco, ni nuestra empatía natural, o nuestra inteligencia emocional pudieran soportarlo sin la moda y objetivo de la felicidad a cualquier precio, además, ordenada dictatorialmente para ser incluido y sobrevivir. Del mismo modo, en lo colectivo, este mismo pseudoconocimiento, nos permitiría desprestigiar, infravalorar, marginar y excluir a aquellos sujetos o colectivos que se salen del redil, que serían todos aquellos que sintieran toda la gama de emociones naturales del ser humano según el contexto en el que se hallasen; los que sufren o se entristecen por empatía, los que prevén, los que al final solucionan, los inteligentes…
Que el ser humano es social, altruista, inteligente y empático, no está de más recordarlo en estos “tiempos líquidos” (Bauman), o viendo el panorama que el filósofo español formado en Alemania, Emilio Lledó, nos describía en una de sus entrevistas; “Creo que no estamos tanto ante una crisis económica, sino en una crisis de la mente, de nuestra forma de entender el mundo. La crisis más real -con independencia de los problemas económicos, que son muy reales- es la crisis de la inteligencia.”
A pesar de que dicho conocimiento sin hechos que a priori carece de dichas valoraciones positivas colectivas e individuales, el sistema social y económico global actual (el neoliberalismo) premia y recompensa a quien pague primero, interiorice dicho conocimiento, se adapte al “sálvese quien pueda” y actué como si aquí no estuviera pasando nada, e injustamente con una sonrisa, e injustamente, marginando y excluyendo a los resultantes tristes, críticos e indignados, en definitiva, a los llamados inhumanamente como personas tóxicas.
Por tanto, se trata de «comprar», aceptar, interiorizar pseudo-conocimiento sin “hechos”, o extremadamente subjetivos, para luego ostentar, juzgar y buscar «la diferencia» con el otro para legitimar su marginalización o su exclusión. Pseudoconocimiento que nos servirá para legitimar y desarrollar una sobrejustificación ilógica, poco ética o inmoral, para defender tanto intereses individuales como colectivos desproporcionados.
En esta temática, nos adentraremos más en el segundo artículo: “Posverdad; mentiras y autoengaños de toda la vida”.
La difusión de este tipo de pseudoconocimiento no se centra especialmente en los medios de comunicación tradicionales y su defensa ideológica de hecho. Si bien es cierto que de cada nacimiento de un medio nace un color político, pocos se atrevieron o se atreven a contradecir al hecho científico en todo grado, también para las ciencias sociales. Perderían su credibilidad y su ética periodística, y, posteriormente, su rentabilidad.
No obstante, con el declive progresivo que ha sufrido la distribución de la prensa en papel, los medios tradicionales han tenido que ir desembarcando paulatinamente en el mercado global y digital de la comunicación, que teniéndose que enfrentar a una altísima competencia en el mercado de la información y el conocimiento, han tendido a aceptar demasiado pronto “lo que funciona” en el ámbito digital, dando paso, también, a noticias, información o pseudoconocimiento que hasta hace sólo una década jamás hubiéramos leído en la prensa en formato papel. Ocurre lo mismo para la televisión y la radio.
Hoy, “la tesis”, tampoco radica o se origina a partir de la difusión de las creencias que se reproducen en un ámbito social reducido, inapreciable o limitado al espacio físico donde se desarrollaban las relaciones o interacciones sociales más básicas y cotidianas, donde la cultura popular o intelectual, a través de la familia, el grupo de coetáneos, el trabajo, en la escuela y demás (relaciones sociales tradicionales básicas o mínimas), se originaba cierto conocimiento válido para la supervivencia de un colectivo, su reproducción cultural, y una vivida retroalimentación de información constante entre todos sus componentes, que les permitía conocer, por lo menos, en qué grupo social se incluían y con el que se identificaban, con una relación ineludible entre las relaciones cotidianas de hecho, con lo vivido, practicado, percibido y pensado. En definitiva, se construían una serie de valores que tenían muy mucho que ver con lo percibido y vivido, con cierta solidaridad mecánica y, cuando no, con cierta comprensión, responsabilidad y respeto cuando la solidaridad se transformaba paulatinamente en orgánica, a medida que la división social del trabajo se volvía aún más compleja y especializada.
Hoy más bien ocurre justo lo contrario. De hecho, las corrientes sociales pueden surgir al otro lado del atlántico con unas condiciones sociales, económicas, culturales e ideológicas muy concretas, pero que se terminan imitando aunque el contexto de las sociedades receptoras de cualquier tipo de corriente de pensamiento – en los ámbitos antes citados- tengan un hecho diferencial e histórico de hecho.
Por tanto, la cultura primaria que interiorizamos, que percibimos como natural y que legitimamos en todo grado como base para pensar, interactuar y convivir colectivamente -aunque hace algunas décadas que ya lo veíamos venir – es la difusión del marketing, la publicidad y la propaganda. La familia, la escuela, nuestro grupo de coetáneos, los videos juegos, la televisión, el teatro, la literatura, la música, el cine, etc., han ido perdiendo su papel socializador, siendo el primer “agente socializador” en la modernidad líquida actual, el mercado, que se deriva y se simplifica en las estrategias de marketing, publicidad y la propaganda, es decir, son los socializadores primarios en la construcción de expectativas, deseos y sueños, y con ello, también los agentes que marcarán, potenciarán y recompensarán cierto tipo de valores, actitudes y conductas. Aunque dichos agentes e instituciones tradicionales no desaparecen, se retroalimentan de la publicidad y el marketing para hacer legítima el papel socializador en la construcción para nuestro pensar en lo individual y colectivo, y, posteriormente, en el despliegue de nuestras actitudes y conductas, justamente porque se adaptan extraordinariamente al juego del mercado y su «mano invisible».
El resultado, pues, tanto para las sociedades como para las propias gentes que la habitan, es vivida como una virtualización de la vida, donde nos limitamos a comprar y vender, también personas y relaciones (cosificándolo todo), pero que nada tiene que ver con el contexto en el que viven de hecho.
El desarrollo de la tecnología, el acceso a internet y a las redes sociales, han virtualizado la vida y las relaciones, así como la percepción del pasado, el presente y en gran medida, la construcción de expectativas para el futuro. Un futuro extremadamente alejado de la realidad o de lo que esperábamos o esperamos, tanto de lo “pragmático” así como del puro “idealismo” (lo lógica y éticamente predecible), en definitiva, de lo lógicamente predecible para las expectativas de vida. Sin embargo, la vida cotidiana y sus relaciones sociales diferenciales persisten y se mantiene en la práctica, aunque ya estén muy interiorizadas las corrientes de pensamiento antes citadas (ideas, formas de pensar, maneras de vivir, nuevas expectativas), originadas en otros espacios y/o tiempos y difundidas como “hechos”, vía redes sociales y plataformas varias en internet, en la televisión, en la música, etc., y, siempre, como catalizador y canal socializador, la cultura del marketing y la publicidad (extremadamente asociada a la subcultura adolescente y la infantilización e inmadurez de las sociedades occidentales).
La evolución natural de las sociedades, de cada sociedad, ha sufrido una castración repentina en sus hechos diferenciales en los ámbitos culturales, económicos y sociales, y aunque la capacidad de adaptación a los nuevos entornos globales ha sido rápida y casi invisible para la gran mayoría de los mortales, no por ello ha dejado de surgir infinidad de problemáticas imposibles de resolver con un mero “me gusta” en las redes sociales digitales actuales.
Se genera, pues, el “reino de la frustración generalizada”, justamente porque no existe concordancia entre lo vivido, pensado y soñado con la realidad cotidiana. Y se genera mucha más frustración, cuando se desconoce que dichas expectativas para las nuevas formas de vivir, convivir, interactuar, o las nuevas maneras de pensar, etc., no son el resultado de nuestra propia individualidad, de nuestra creatividad, de nuestras emociones, o de una acción colectiva responsable, democrática y consciente, sino que han sido producto de una injerencia derivada de otros espacios y tiempos, de una cultura global únicamente asociada al mercado, el marketing y la publicidad, más arraigada a lo ficticio que lo real o lo vivido.
La globalización, especialmente la relacionada con la difusión de información y el conocimiento digital (internet, redes sociales y demás), nos ha servido más para desunirnos que para comprendernos y empatizar con el otro. Nos ha servido más convertirnos en autómatas, dependientes y adictos a la tecnología de la «antisoledad» que personas con cierta autonomía, independencia y libertad. Nos ha servido más para empoderar nuestro ego en lo superficial (con imitaciones variadas), más que resaltar nuestra humildad en el reconocimiento de la complejidad que contiene la comprensión de lo global en donde ya interactuamos en la práctica, o por lo menos, deberíamos reconocer que lo global, queramos o no, nos toca ya con su «mano invisible». En definitiva, nos ha servido más para enaltecer el individualismo que nuestra propia individualidad.
Dicho individualismo, además, ha generado un extremado empoderamiento de “los egos”, siempre creciente e imparable. Aunque el egocentrismo reinante parece ser que a nadie le desagrada, impuesto como corriente social de pensamiento y estrechamente asociada a una filosofía económica en particular, el neoliberalismo, contradice irremediablemente a la otra parte de la naturaleza social del ser humano. Si bien es verdad que dicha filosofía económica -que impone un modelo social concreto- ha sobrevivido bien, ha necesitado crear (desde el punto de vista evolutivo-adaptativo sistémico) subterfugios que canalicen la necesidad humana de la interacción social, de la inevitable dependencia con los otros, de sus relaciones afectivas y la ineludible empatía humana y su carácter altruista, ético y moral para sobrevivir.
El antagonismo que se ha creado entre dicho sistema socioeconómico (construcción de expectativas sociales, económicas y/o culturales) y lo innato del ser humano (deseos y necesidades tanto primarias o innatas como secundarias o sociales), produce tanto en la psique de cada individuo integrado en dicho sistema, como en la propia “mente colectiva”, necesidades y deseos no resueltas de su realidad social o de su vida cotidiana más práctica.
Por ejemplo, la necesidad de afecto, el altruismo, la necesidad de reconocimiento social o el sentir compasión por otros (necesidades, motivaciones o deseos humanos de hecho), se han canalizado hacia “simuladores virtuales” (redes sociales digitales, por ejemplo) donde drenar o descargar dichas necesidades. Y mientras esto ocurre, se van abandonando dichas prácticas, tan humanas y necesarias, de la realidad social; de los barrios, de las familias, de las amistades, del trabajo, etc.
Y sucede, quizás, debido a un sentimiento de incapacidad o de paralización generalizada, que, finalmente, se traduce en una evitación o enfrentamiento sobre dichas prácticas sociales en nuestras vidas cotidianas de hecho, que sumado a la rápida adquisición de recompensa social, con los conocidos “me gusta” que ofertan las redes digitales, entre otras prácticas, incrementan la necesidad de abandonar la realidad social y las interacciones más prácticas y reales, posiblemente, ya consideradas como “tóxicas”, con relaciones sociales de cualquier tipo (familiares, de pareja, amistad, laborales, etc.) con cierta tendencia a competir hasta “la neurosis”, antes que afrontarlas con cierta asertividad, madurez, reciprocidad y responsabilidad ética.
Esta “estrategia”, el abandono de la realidad social y el compromiso con la virtualización de la vida, cada vez más común, es posible que sea debida a la confrontación con las expectativas, normas y «valores» que dicho sistema social y económico nos recuerda continuamente, especialmente, que para ser, sobrevivir y ser felices, debemos competir, enfrentarnos o huir hasta la neurosis. Mientras, “corrientes sociales de pensamiento (la sicología positiva, el neoliberalismo, entre otras) nos recuerdan continuamente que cualquier conflicto, persona o cosa que nos entristezca, que no nos haga inmediatamente feliz, merece el calificativo de “TÓXICO”; madres, padres, hermanos, hijos, amigos, compañeros/as de trabajo, nuestro perro, nuestro gato, nuestra casa y nuestro garaje, etc.
En definitiva, el mensaje es claro ¿Para qué interactuar con las personas y enfrentarnos con la realidad y nuestras emociones (nuestra culpa y la culpa ajena) si nos podemos auto-engañar, mentir para luego comprar, cosificar y auto-justificarnos, por ejemplo, en las redes sociales o escuchar en una charla TedX algo que ya sabíamos que íbamos a escuchar para legitimar nuestras conductas, actitudes?
Nos encontramos, pues, “navegando” en un sistema socioeconómico donde prevalece la competencia, el conflicto constante como medio natural, el éxito individualista con preponderancia de lo deshonesto o ilícito como medio para conseguir objetivos a corto plazo, sumado a un continuo desprestigio del mérito, de la ética, de la responsabilidad, el esfuerzo, la virtud, el talento, etc., pero también, el rechazo a los valores más básicos, así como el desprecio total a la inteligencia.
Justamente, el desprecio aparece, porque contiene cualidades competitivas de hecho que pudieran contradecir dichos “empoderamientos de los egos” más frágiles, aunque con una enorme autopercepción de sí mismas, o con una autoestima exagerada (ayudada justamente por dicha filosofía o los nuevos pseudoconocimientos sin hechos), normalmente vacíos de contenido más allá de la exposición de formas y maneras extremadamente frívolas, populistas, egocéntricas y superficiales, que hacen más hincapié en tejer unas buenas relaciones sociales, familiares, económicas, de poder y control, que esforzarse en desarrollar sus capacidades, méritos, talentos y virtudes individuales. Parece haber un “síndrome de Procusto” generalizado, que hace referencia a esas personas que menosprecian a aquellos que las superan en talento y habilidades, que inician estrategias para desacreditarlas, infravalorarlas, resaltando los errores que puedan cometer, y obviando los aciertos y éxitos que suelen desplegar como normal general.
Otro síndrome que se ha convertido en un auténtico fenómeno social, visible de manera general, y aún más concretamente que el “síndrome de Procusto”, es el “síndrome de Dunning-Kruger”. Más que tratarse de una estrategia elaborada, consciente y con tendencia a la manipulación para desvirtuar la percepción de terceros sobre el capaz, talentoso o virtuoso, se trata de un sesgo cognitivo, donde, tanto el inepto como el capaz, les es imposible percibir y pensar sobre sí mismo -sobre sus capacidades- de manera eficaz o real, o bien sobre sus enormes carencias, midiéndose muy por encima de sus capacidades (el inepto), o bien sobre sus enormes potencialidades intelectuales, virtudes y talentos, midiéndose muy por debajo de sus capacidades (el capaz).
Talleres, congresos, cursos y conferencias han plagado cientos de espacios públicos y privados con la moda del empoderamiento, el “coaching” y la «felicidad» fácil, y aunque la idea que a priori parecería genial, porque permitiría que las personas con una baja autoestima -quizás por el rol que ocupan en la sociedad, en la familia o en el trabajo, etc., podría tener el cariz de víctima, dominado o subordinado real, a pesar de sus altísimas capacidades, inteligencia emocional, méritos y esfuerzos, en cualquiera de estos ámbitos-, el síndrome de Dunning-Kruger no falla, y no hace falta evidencias estadísticas para saber qué grupo, de los dos antes descritos, es el que ha acudido en masa a dichos auditorios.
Necesitamos de recompensas sociales que nos satisfagan inmediatamente para encontrar la homeostasis. Ese punto de equilibrio psicológico que nos permitiría autorregular o resolver la disonancia entre lo que sentimos, pensamos, deseamos en nuestra vida cotidiana, y lo que creemos que debemos hacer para sobrevivir y ser aceptados al grupo al que creemos pertenecer. Somos capaces de vender nuestra intimidad, eso sí, o siempre sobredimensionada, para asombrar al público expectante que nos observa, o mostrando una realidad parcial (con algunos cortes) y/o adulterada, o simplemente, falseándola, e incluso contradiciéndola.
Haciendo hincapié en esta última, en las exposiciones que se hacen en las redes sociales donde un sujeto puede llegar a adulterar su realidad hasta su contradicción, parece ser que dichos sujetos que sobredimensionan la felicidad y dictan que debemos ser felices y optimistas, suelen tener taras o faltas emocionales a este respecto. Del mismo modo, las personas que se aventuran a instruirnos en cómo atajar el estrés y la ansiedad, suelen sufrir varios ataques de pánico y/o ansiedad continuamente, quizás por una necesidad de controlarlo todo. Por igual, los sujetos que sobredimensionan sus relaciones afectivas o amorosas hacia sus parejas, sus padres, madres, hijos/as, etc., pretenden sobrejustificar justamente las carencias afectivas, conflictos presentes o pasados, etc., de dichas relaciones. Por poner un ejemplo gráfico, hay quien se tatúa en el brazo «amor de madre», y a todos, sin excepción probable, no nos gustaría ver cómo ha dejado a su progenitora en lo emocional, en lo económico o familiar.
Más allá de lo que pudiera parecer, esto último no pretende señalar ni atacar a los que sufren de estrés y ansiedad, ni a los infelices o tristes que nos venden y nos dictan que debemos ser felices. Más bien pretende señalar lo anteriormente descrito y que me gustaría volver a resaltar; “Necesitamos de recompensas sociales que nos satisfagan inmediatamente para encontrar la homeostasis, ese punto de equilibrio que nos permite autorregular la disonancia entre lo que sentimos, pensamos, deseamos en nuestra vida cotidiana, y lo que creemos que debemos hacer para sobrevivir y ser aceptados, en definitiva, lo que finalmente hacemos para cumplir las expectativas del grupo mayor al que creemos pertenecer”. Dicha necesidad de reconocimiento social intenta apelar a la propia necesidad de justificación, donde se intenta encontrar la legitimación colectiva hacia conductas y/o actitudes propias poco empáticas, nada éticas o inmorales (que causan daño) o nada aceptables para un sociedad dada.
Como adelantábamos en uno de los primeros apartados, parece ser que las emociones tienen clase social como ideario social, aunque es falso. Y quizás hoy más que nunca, o por lo menos, las identificamos asociadas o al poder y al éxito, o a la pobreza o a la enfermedad mental, también al status o a determinada clase social. La psicología positiva, en formato “charla”, libro de autoayuda, artículo o sobre la propia sudcultura de mercado que difunde el marketing y la publicidad, ha logrado que asociemos cierto tipo de emociones con una determinada posición de clase o al éxito social o económico. Si bien existen casos extremos sobre estados emocionales, actitudes y conductas antisociales, normalmente continuados y asociadas a la personalidad de un sujeto, las emociones, especialmente las contextuales y puntuales, no son indicadores sociales de nada, ni siquiera son indicadores del estado mental general de nadie, simplemente, son estados emocionales puntuales, contextuales y reales, posiblemente extremadamente lógicas si logramos comprender la naturaleza humana y su asociación con su medio ambiente, especialmente su ambiente cultural, social y económico.
Al igual que sobredimensionamos nuestras aventuras, nuestros amores, nuestros viajes y nuestra felicidad, renegamos de las contradicciones de dichas experiencias o las emociones que tendrán poco marketing social actualmente. La rabia, la ira, el odio, el asco, la frustración, la tristeza, también son emociones o estados humanos de gentes normales y comunes, a pesar de tener tan poco mercado social en nuestras interacciones diarias y entre las supuestas personas que nos parecen geniales…, a priori, claro.
Al igual que la antiquísima “exposición tradicional” de fotos de viajes de nuestras vacaciones a nuestros compañeros de trabajo -hoy a todo el mundo en las redes sociales-, era una demostración de status o clase -quizás como objetivo colateral al mero hecho de compartir experiencias-, además de una pretendida búsqueda de reconocimiento social y aceptación, hoy la demostración o manifestación de ciertas emociones, como la exhibición de la felicidad o el optimismo por el optimismo, se ha convertido también en un indicador o marca de clase o status, inherentemente si se hace por mera sobrejustificación de justamente lo contrario, si es real o no dicha felicidad, o como pretendida estrategia para obtener recompensa social inmediata y fácil.
La exhibición u ostentación de la felicidad hacia los demás, sea ficticia o verdadera, contiene una casi obligación de reconocimiento social y de aceptación, donde se pretende ser incluido entre “los ganadores”, o incluido sin más. Contrapuesto a esto, la crítica, la rabia, la tristeza, la indignación, entre otras tantas muestras emocionales negativas, parecen ser indicadores o marcas de clase mayormente atribuidas a la clase baja o infra-clase, que serían los que supuestamente se guían por la simple ira, envidia y odio hacia las élites o los que han logrado el éxito (in-visibilizando si se ha hecho de manera ilícita, inmoral con escasa o ninguna ética), supuestamente ya reconocidas por méritos propios, méritos, como por ejemplo, lo inhumano, psicopático o neurótico de sonreír las veinticuatro horas del día.
Y lo cierto es que el mensaje ha calado profundamente. La crítica y la tristeza, pase lo que pase, ha de ser eliminada, marginada y apedreada, y señalada como mera envidia u otro tipo de trastorno mental, justamente porque no se adapta inmediatamente a “nuestras” exigencias de que todo lo que nos rodea nos haga vertiginosa y profundamente felices para la eternidad, y, evidentemente, sin tener que trabajar en la reciprocidad, en el entendimiento o en la comprensión y en la empatía hacia el otro.
La explicación de la vida no gira exclusivamente en lo psicológico, en un continuo neuroticismo, psicosis, envidias y una suerte de relatividades con fallas perceptivas individuales, sesgos cognitivos, en definitiva, en un cúmulo de fallos cognitivos o perceptivos, trastornos psicológicos o psiquiátricos. No todo es un producto de nuestra imaginación psicótica o depresiva, donde gusta recrearse con la tristeza, la rabia, con el odio y el asco. Lo cierto es que tenemos la suerte de percibir, analizar y pensar, incluso predecir (por eso somos animales sociales e inteligentes), sobre el medio o el ambiente en el que nos encontramos, también el ambiente social, enormemente complejo, donde surgen relaciones sociales afectivas, de poder, económicas, e infinidad de conflictos, etc., también, enormemente complejas, ambientes en el que tendremos algo que decir. Es tan natural sentir dolor (tristeza en lo emocional) como placer (felicidad en lo emocional) , y , en esa dicotomía programada, el ser humano ha aprendido a adaptarse, para sobrevivir a cualquier tipo de ambientes hostiles y/o recrear los más favorables.
Tras este análisis introductorio sobre los conceptos de moda analizados por las ciencias sociales, sobre la sobreexposición o sobredimensión emocional de la felicidad y el optimismo por el optimismo, sobre la lucha social por demostrar o sobrejustificar nuestros estados emocionales positivos en esta sociedad de la dictadura de la felicidad, que al mismo tiempo pretende ser indicador de estatus o clase social, y colateralmente, pretendidamente excluir o marginar la crítica, la rabia y la indignación, será necesario identificar o describir en qué tipo de sociedad nos hayamos. Qué realidad social, cultural y económica subyace en la modernidad líquida en la que cohabitamos. Qué ideas y corrientes sociales de pensamientos navegan en el aire que respiramos. Y, especialemente, saber el porqué, a pesar de todo, a pesar de la realidad que nos debería indignar a todo/as, seguimos sonriendo como le sonríe una víctima, con un claro “Síndrome de Estocolmo, a su secuestrador.
Desde ya, pedir disculpas por lo extenso de los artículos siguientes, pero creo es indispensable para entendernos, para dar respuesta al por qué está haciendo tanto daño la “sicología positiva y de la toxicidad” -como así la quiero llamar- como corriente social de pensamiento, como creencia o religión, que ya ha sido asimilada muy profundamente en “el sentido común” y en “la sicología y sociología popular, quizás, por su «buenrollismo» y su alta tolerancia para convivir con este sistema social y económico que hemos inventado y aceptado.
Quiero adelantar que, queramos o no, tengamos creencias que contradiga al hecho de que estamos explícita e implícitamente interrelacionados en la sociedad en la que cohabitamos –más aún en la globalización en la que nos hayamos-, todo lo que pensamos o no, lo que decimos o no, lo escuchamos o no, y hacemos o no, tienen un efecto, una secuela, una consecuencia irremediable en todos nosotros. Ya veremos cómo, cuándo, quiénes, dónde y por qué, y, sobre todo, cuál ha sido la corriente de pensamiento que ha naturalizado este síndrome de Estocolmo generalizado y/o colectivo.
Por ello, antes de adentrarnos en este análisis, sería conveniente situarnos ante los conceptos que intentaremos analizar. En primer lugar, ¿qué es la posverdad? (parte2) ¿Qué es la modernidad líquida? (parte 3). Luego nos adentraremos aún más en la pretenciosa sicología positiva que asevera que nos hará felices a todos y a todas, especialmente, si somos capaces de ver y darnos cuenta que todo «lo que nos rodea», irónica y sorprendentemente, es tóxico (parte 4).
Si es usted un ávido/a lector/a que ha llegado al final de este artículo, y que quiere leer la continuación de este ensayo en varios artículos, le aconsejo que haga una pequeña pausa y escuche primero la canción que compartiremos tras estas líneas, o que bese a quien tenga más al lado. Abrácela bien fuerte. De verdad, no es una persona tóxica, recuerde, las personas no son tóxicas.
No valen las redes sociales. Ni los besos y los abrazos digitales son reales, de hecho, casi todo es mentira en lo digital, en las redes y demás, como ya sabrá.
Pero quizás descubra y entienda, por fin, al otro de al lado, el que siempre le ha acompañado, que le ha ayudado, el que siempre ha estado ahí para los grandes problemas de verdad, pero con el que más problemas ha tenido, o quizás no. Quizás se diga que tampoco era para tanto cuando le mire a los ojos, en silencio. Los ojos jamás mienten, y se une al silencio, ese vacío de palabras y gestos aprendidos es el que marcará, por sí mismo, el “tic tac” del recuerdo innato verdadero, el de la empatía, la comprensión y la inteligencia.
Quizás, antes de la anticipación del abrazo, ya suelte la primera lágrima. No se contenga, es usted humano. Suéltelo, es natural. No mire alrededor, nadie le va arrinconar, humillar, amedrentar si sus emociones son completamente sinceras y verdaderas, dependerá si se quiere mostrar de verdad.
Después del abrazo, no se detenga a hablar, no diga nada, no pretenda justificar el pasado. Su sabida culpa e inteligencia quizás ya sepa que la memoria nos suele fallar, y que nuestro cerebro está preparado para auparnos siempre como los legítimos vencedores para nuestras vivencias subjetivas y creencias, tanto para aupar el rol de víctima como el rol del ganador. Le entiendo, tiene miedo, le sobrepasa la culpa, el problema o el conflicto, y usted sólo quiere sobrevivir, como todos y todas.
La necesidad de controlar su ambiente y justificarlo todo, sumado a la innata necesidad humana de evitar la culpa le acelera el corazón “por mil”, y un sinfín de imágenes y recuerdos caóticos le sobrevienen a la mente hasta que ese pulsador rojo de emergencia aparece para permitir y canalizarlo para salir del apuro y sobrevivir, pulsador rojo en formato grito o desahogo, un puñetazo contra una pared, o en formato de sobrejustificación, o con el consumo de drogas en general , o adiciones relacionadas con la liberación de dopamina (trastorno alimenticio, compras impulsivas o compulsivas, ludopatía, etc.) o bajo una sobre-legitimación de ideas o creencias al amparo de un grupo.
Sin canalizar la pérdida de dicho control, que es como ocurre en la mayoría de las veces, siente tanta ansiedad incontrolable, que siente que la respiración no va bien, que algo presiona el pecho, que el corazón late incontrolado, que el extremo frío o el calor se une a la sudoración y a la sensación de tener “la piel de gallina”, y como piensa que va a morir, acude raudo a urgencias, que más que recetarle algo para que acabe con la agonía real que sufre, es usted mismo que se “automedica” con el denominado “efecto placebo”, con esa sensación de seguridad que le da simplemente por estar en urgencias, con esa impresión de haber recuperado el control. Es muy normal que sin haber pasado aún por el arco de la puerta de urgencias, usted ya se vaya sintiendo mejor.
Todos y todas somos adictos a la sobrejustificación, por eso evite tanto el último intento de excusa o evasiva, así como ser políticamente correcto mintiéndose así mismo. Prepárese, volverá a suceder una y otra vez. No es necesario ni lo uno ni lo otro. Sea usted mismo con el otro por primera vez y aprenda de sus errores antes de justificarlos hasta enfermar. No diga nada más hasta el próximo reencuentro, y quizás, en la siguiente vista, sea la primera vez que escuche tanto de su propia boca como en la del otro, al unísono, “muchísimas gracias por todo”.
Esta experiencia de conflicto emocional individual no es casual, justamente la describe el sociólogo Zigmunt Bauman en su «modernidad líquida», donde las relaciones afectivas más intrincadas, más básicas y más importantes, como la pareja, la familia, la amistad, los compañeros de trabajo, desaparecen en esta “modernidad líquida”, y el desolador sentimiento de soledad, de ansiedad, de inseguridad aparece, al igual que el instinto más animal y salvaje del ser humano para sobrevivir cuando se siente y se percibe (como creencia) en soledad para siempre.
Sep 16, 2018 0
May 01, 2018 0
Ene 14, 2018 0
Ene 27, 2016 0
May 01, 2018 0
Ene 27, 2016 0
Nov 28, 2015 0
Nov 28, 2015 0
Ruta Valleseco-Arucas en bici
Ruta Barranco de Guiniguada en bici